de Marta María Ramírez, el Martes, 22 de febrero de 2011 a las 14:46
El espectáculo, estrenado en Washington por el Teatro Latino, en junio de 2010, se presentará en el capitalino Hubert de Blanck hasta el 7 de marzo.
Por Marta María Ramírez
Ever Álvarez y Abraham Bueno (Imperio), en el papel de Marian, mujer transexual cubanxamericana. En Monseñor Bola, de Héctor Quintero.
Monseñor Bola, de Héctor Quintero, no escapó del didactismo al acercarse a la historia del showman cubano Bola de Nieve, Ignacio Villa. Los tintes de metanarración para eludirlo en esta comedia musical, resultaron manidos y poco convincentes en su intento de convertirnos en observadores de la construcción de esta ficción.
Quintero cuenta su historia, pero la ubica en Washington, Estados Unidos: un teatrista “de muchos años”, en medio de “una etapa de reposo creador”, recibe el encargo de escribir un espectáculo musical con las características de sus comedias teatrales, en homenaje al gran músico cubano Bola de Nieve. Asistimos a la llamada telefónica que da inicio a esta representación, pasando por las audiciones, las búsquedas de dineros en tiempos de crisis, hasta su estreno.
La selección musical es de lujo. A los temas inmortalizados por El Bola —también en off su voz y su piano—, se sumó la versión de la canción homenaje que el cantautor Carlos Varela le hiciera a inicios de los 90’s del pasado siglo, y La vie en rose, cantada por la francesa Edith Piaf.
Lástima que los arreglos musicales de Luis Rubén Barzaga suenen sin la gracia —swing o bomba— de El Bola. A las interpretaciones, como consecuencia, les sucede lo mismo, más cuando las afinaciones estuvieron como equilibrista en la cuerda floja. Salvo los destellos de Bárbara Janet y Saraín Hernández de apropiarse de los clásicos.
Latin Dance Ballet, dirigida por Carlos Rey, no brilló como suele hacerlo en las noches del Habana Café del Hotel Meliá Cohíba o como acompañante habitual de espectáculos de transformismo.
Malogrados fueron los intentos de Evert Álvarez y Valia Valdés, en los personajes de Hugo, el teatrista, y su esposa, respectivamente; de hablar el español con los dejes de otras latitudes.
Israel, amigo de El Bola, y el periodista, le aportaron más al didactismo biográfico.
Y las situaciones simpáticas, a las que Quintero nos ha acostumbrado, se demoran hasta que aparece, avanzada la puesta, Candy Quintana, que bebe de lo mejor del teatro vernáculo cubano y lo devuelve en el personaje de una madrina de religión yoruba. Quintana está deliciosa y Quintero brilla con ella, como antes en Contigo pan y cebolla, El premio flaco, Los 7 pecados capitales, Sábado corto o Te sigo esperando. Actriz y teatrista son nuestras conciencias: nos recuerdan cuánta falta nos hace mirar a nuestras raíces, a nuestra historia.
En esta cuerda vernácula está el gran logro de la puesta cubana de Monseñor Bola, que la ubica, pese a los inconvenientes, en la historia del teatro cubano. Quintero rescató a dos transformistas para interpretar el personaje de Marian, una mujer transexual con genitales adecuados quirúrgicamente, que se presenta para la audición del espectáculo de marras.
Jimmy Jiménez (Estrellita) y Abraham Bueno (Imperio) alternan en el elenco, además, el primero caracteriza magistralmente a Piaf y dobla La vie en rose. Jimmy —descubierto antes para las tablas por Carlos Díaz— se consagra. Bueno actúa por primera vez sin la camisa de fuerza de su personaje habitual, Imperio.
Bueno emplea la fonomímica que caracteriza al transformismo hecho en Cuba hoy porque no canta. Sin embargo, juega con Marian con gusto y a su aire, y de la mano de su madrina (Candy Quintana) nos hace reír y pensar.
En la Marian de Abraham, hay algo de la Imperio que conozco de antaño, pero también está él, el actor, con una dignidad y una fuerza que conmueve, superando las carencias de la academia de actuación.
El transformismo cubano, anclado en la rica sabia del teatro vernáculo desde inicios del siglo XX, fue proscrito y confinado a espacios semiclandestinos a inicios de la década del 60’s.
Tras varios intentos fallidos de salir a espacios estatales, Carlos Díaz desde Teatro El Público había reconocido el trabajo de Jiménez, de Estrellita. Años después, en 2008, el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) situó a una veintena de transformistas en el teatro capitalino Astral, durante la primera Jornada Cubana de Lucha contra la Homofobia (El espacio ya forma parte de la conmemoración anual, sin que cuente con reseñas en la prensa nacional). Mientras, el CENESEX y el Consejo Nacional de las Artes Escénicas, trazan estrategias para la profesionalización de algunas de sus figuras.
Pero aún, su expresión mediante la caracterización de cantantes femeninas de moda y el doblaje de sus voces, le impide ser considerado una manifestación artística, por defensores de la supuesta “alta cultura”, de la academia y homófobos habituales. Sus protagonistas son vistos como especies de “no actores”, de “locas desenfrenadas”, con el único don de la simulación, del disfraz.
Por eso, Quintero hace historia otra vez. Tratar la transexualidad femenina, ignorada aún por la mayoría de los medios de comunicacción, y confiar este papel a un transformista, sin más escuela que las llamadas fiestas gay y espectáculos teatrales del transformismo al uso, son sus aportes.
Al finalizar la función del sábado 19 de marzo, el teatrista me confesaba que había pensado en una mujer para que interpretara el personaje de Mariam y que sus colegas Carlos Díaz y Raúl de la Rosa, lo animaron a seleccionar un transformista. No sólo lo hizo, sino que lo dirigió bien.
Pensé en El Bola y lo imaginé feliz, con cara de pícaro, como cuando cantaba en La flor de la canela, de Chabuca Granda: “Déjame que te cuente limeño… Déjame que te diga moreno…”, en esa sutil reivindicación —quizás la primera de la que se conserven registros— de una figura pública cubana a su homosexualidad.
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